La feijoada. Luiz Vilela

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Entró y se quedó parado, observando: ninguna mesa vacía, el restaurante completamente lleno. Se sintió molesto; sabía que los sábados así era y siempre intentaba llegar temprano, pero aquel día se presentó un contratiempo que lo hizo retrasarse. ¿Se quedaría sin su feijoada sólo por eso? No era justo, no podía.

Vino el mesero:

—Buenos días, Licenciado.

—¿Qué tal?... —dijo expresando en estas palabras todo lo que sentía.

—Hoy la casa está un poco llena —dijo el mesero, con evidente eufemismo—; pero si a usted no le importa esperar un poco, pronto habrá una mesa aguardando por ahí...

—No puedo irme sin comer feijoada —respondió categórico.

Se quedó esperando próximo a la puerta con el cuerpo medio inclinado hacia atrás y la panza de fuera. Se abrió el abrigo: la corbata colorida sobre la camisa muy blanca. La mano izquierda asegurando el cinturón y la derecha con un cigarro, mientras miraba la calle: ya era mediodía y el sol estaba muy intenso, había una luminosidad casi excesiva en las cosas. Era pleno mes de diciembre, hacía ya varios días que no llovía y según el pronóstico del meteorológico toda­vía tardaría en llover. Volvió a mirar hacia adentro, ansioso e impaciente. Y entonces se alegró: unas personas se levantaban de una mesa del fondo.

Pronto vino el mesero:

—Ya hay una mesa.

—Maravilloso.

El hombre siguió al mesero y en recorrido hasta la mesa algunas veces inclinó la cabeza —de modo formal y algo solemne— hacia personas que lo saludaban.

Al fin se sentó: seguro de sí y suspiró contento estirando las piernas.

—¿Qué tal está la de hoy, Fernando?... —preguntó con familiaridad al mesero, que acababa de limpiar la mesa.

—Está muy buena, Licenciado.

—Ah ¿sí?—preguntó, con confianza hacia el mesero, que acababa de limpiar la mesa.

El mesero meneó el trapo doblado sobre el brazo:

—¿Con qué va a comenzar? ¿Lo de siempre?

—Sí, pero me traes de la buena.

—Licenciado, usted es como de la casa.

El hombre agradeció con una sonrisa.

—¿Y también me traes una cervecita?

—También.

—Casco oscuro.

—Claro.

—¿Claro?

—Quiero decir que claro que casco oscuro.

—Ah —el mesero rió.

—Creí que traerías del casco claro.

—No. Me extraña —dijo el mesero— usted siempre pide casco oscuro.

—Pues sí —dijo.

El mesero se fue.

El hombre descansó los brazos sobre la mesa, se acomodó reanimado en la silla, miró hacia todo el salón: se sentía feliz, verdaderamente feliz; y se sintió aún más al ver a unas personas recién llegadas esperando en la puerta como él esperaba unos minutos antes. Ahora estaba ahí, tranquilo, sentado en medio de aquel ruidal de conversaciones y risas, esperando su deliciosa feijoada, por la que él venía religiosamente todos los sábados a comer. No había nada mejor.

Allá venían las bebidas.

El mesero colocó el vaso de aguardiente en la mesa; la cerveza y los cubiertos. Abrió la botella de cerveza, guardando la tapa en la bolsa de su mandil blanco; llenó el vaso, la cerveza espumó.

El hombre dio un sorbo al aguardiente.

—¿Qué tal? —preguntó el mesero.

—Divina.

—Es la mejor que tenemos por el momento.

—Excelente, de primera.

—Sólo un minutito más y viene la feijoada —dijo el mesero yéndose nuevamente.

El hombre probó una aceituna negra. Después co­mió una rodajita de rábano. Untó mantequilla en un pedazo de pan. Tomó entonces un buen trago de cer­veza: “Eh...” —exclamó de placer.

Al poco tiempo vino el mesero, lacayo real, transportando por entre las mesas la charola con la precio­sa feijoada.

El mesero se inclinó y puso la charola en un rincón de la mesa, comenzando a vaciarla. La feijoada humeaba olorosa en el tazón de cerámica, al hombre se le hizo agua a la boca.

—¡Ah! Qué aroma... —enjugándose las manos.

—¿Una cañita más? —preguntó el mesero, repa­rando en la botella vacía.

—Puedes traerla, puedes traer una más.

El mesero se fue.

El hombre se contuvo un instante aún para verifi­carlo todo. “Veamos”, dijo para sí mismo, como si estuviera allá en la oficina revisando una factura: “arroz, col, harina, salsa...” Todo ahí.

Sumergió entonces la cuchara en el tazón, dio unas meneadas y se sirvió con mucha educación. Después un poco de cada cosa, en proporciones iguales. Tomó un trago de cerveza, mirando vagamente alrededor. Cogió el tenedor, tomó la comida y se la llevó a la boca: “Huin...”, qué delicia. Otra porción; un trago más de cerveza: “Ah...” Una ramita; sus dientes y lengua limpiaron rápido el hueso redondo; lo soltó en el plato, un batidero en la vajilla. Salsa picante y la cerveza apagando el incendio, enfriando la garganta, un eructo que sube: “Ah...” Se sintió aliviado, ahora comería otro tanto. Fue llenando de nuevo su plato.

Llegó el otro aperitivo:

—Tardó un poco —se disculpó el mesero.

—No hay problema, llegó a tiempo.

—¿Quiere que le dé una calentadita más a la feijoada? Es más sabrosa.

El hombre aceptó; el mesero colocó el tazón en la charola.

—¿Una cerveza más?...

El hombre vio la botella casi vacía.

—Puedes traerla.

El mesero se fue.

El hombre tomó un trago de caña; “excelente...” Sentía calor; se quitó el abrigo y lo colgó en la parte trasera de la silla. Saboreó el plato, puso una cucharada más de salsa y recomenzó. Así prosiguió, a un ritmo continuo, interrumpiendo sólo para tomar nue­vos tragos de aguardiente. Al terminar limpió el gusto en la boca con el resto de la cerveza; se reclinó entonces sobre la silla y respiró profundo: se sentía lleno, casi empanzonado. Comió de más. Si eructara, sólo un eructito... Y entonces lo sintió venir, venía llegando: “Oahh...”, eructó con libertad. Después todavía se enderezó un poco en la silla y —“ah...”— se acabó de aliviar. Ahora sí se sentía otro, se sentía muy bien. Pero no comería más. ¿O lo haría? Tal vez sólo un poquito más... sólo un poquito... Miró en dirección a la cocina, buscando al mesero: tuvo dificultades para ver las cosas, su vista no se fijaba. “¿Será que ya estoy ebrio?”, se preguntó con una repentina y extraña voluntad de reír. “Sí, creo que estoy ebrio”, concluyó y entonces comenzó a reír, sacudiéndose todo, como si aquello fuera la cosa más chistosa del mundo.

El mesero vino de otro lado, surgió frente a él con la charola. El aún reía, enjugándose los ojos con el pañuelo, y el mesero viéndolo así, rió también. Puso la feijoada en la mesa, y la nueva botella de cerveza, recogiendo enseguida la botella vacía. El hombre se inclinó sobre el tazón, como si fuera a meter la cara adentro:

—¡Ay! Dios mío, ese olor...

—¿Una cañita más?

—Quieres matarme, Fernando —se lamentó—, me voy a quejar a la policía de que quieres matarme...

El mesero rió.

—¿Qué podemos hacer? Trae, trae cuantos tragos haya —y se carcajeó— ¡me voy a hastiar, Fernando, me voy a saciar!...

El mesero se apartó riéndose junto con una pareja de jóvenes de la mesa vecina que observaba al hombre y también reía.

—¡Ay, ay! —habló sólito el hombre— estoy bo­rracho, completamente ebrio, no queda la menor duda.

Tomó la cuchara para servirse, pero en vez de eso la soltó de repente. Se levantó a tropezones y fue en dirección del mingitorio, esforzándose por equilibrarse y no chocar con las mesas —los ojos de la pareja de jóvenes junto con los de otras personas lo siguieron con la expectativa de algún accidente, pero nada ocurrió.

Volvió minutos después, con un paso más firme, pero su rostro tenía una expresión de languidez y alejamiento. Se sentó, sirvió la feijoada y los otros ingredientes, de un modo muy pausado. Tomó un trago de cerveza y se dispuso nuevamente a comer. Lo hacía despacio, demorándose, mirando la mesa al masticar —como si estuviera en un lugar tranquilo y silencioso. Y cuando el mesero llegó con el nuevo trago, apenas levantó el rostro para decir gracias, sin nada de la confianza de antes.

—¿Alguna otra cosa?— preguntó el mesero.

—No, es todo —dijo.

Afuera el sol ardía, comenzaba la tarde, la calle ya con poco movimiento, las personas reunidas en sus casas. Dentro del restaurante las mesas quedaban va­cías y los meseros se movían rápido en el salón, pro­cediendo a la limpieza. Sólo había una mesa ocupada en el fondo: en ella el hombre parecía acompañar aquel trabajo, pero con un aire distraído.

Cuando vio vaciarse la botella, su mesero fue hasta él:

—¿Una más, Licenciado?

—No, ésta fue la última —dijo él.

Tenía la cara derrotada. El mesero lo observó.

—¿Está usted bien?

—A mi edad es difícil que uno esté bien —respondió— ...comí demasiado, no debí haber comido así.

—Tome un Alka-Seltzer.

—Eso no ayuda.

—Es muy bueno —dijo el mesero, con un énfasis sincero.

—El problema no es el estómago —explicó el hombre, y levantó los ojos desalentados hacia el mesero —el problema es aquí —y puso la mano en su pecho.

—¿El corazón? —preguntó alarmado el mesero.

—El alma —dijo el hombre.

El mesero se quedó mirándolo: le caía bien aquel hombre, era rico e importante pero siempre lo trataba con bondad, y tuvo pena de que se sintiera así, quería hacer o decir algo que lo aliviara, pero no sabía qué. No era la primera vez que se quejaba al final de una feijoada; buscaba algo para decirle que lo animase, y eso algunas veces resultaba. Pero ahora no había nada que decir. Esto parecía más profundo. El hombre estaba abatido.

—Tal vez sea el hígado —intentó todavía—, si usted toma un Xantinon-B-12, hace efecto en poco tiempo, es un excelente remedio.

El hombre meneó la cabeza desconsolado:

—No hay remedio para esto, hijo.

Entonces el mesero calló, no sabiendo más que decir.

El hombre miró hacia las mesas vacías del salón y hacia el sol que calentaba afuera —y todo aquel sába­do que él tenía por delante sin nada que hacer.

—¿Sabes? —dijo levantando los ojos hacia el mesero—: me siento miserable; es así como me siento: miserable.

Traducción de Ángeles Godínez Guevara

Luiz Vilela, según sus propias palabras, desearía que el lector comprendiera todo lo que está en sus libros y aunque sabe que eso es imposible, supone que si algo de lo leído logra hacer del lector una persona mejor, más sencilla o más inteligente, habrá valido la pena escribir.

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