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Foto: Yazmín Ortega Cortés/ archivo La Jornada |
Stefan Gandler
Conocí
a Adolfo Sánchez Vázquez en el otoño de 1988, cuando estuve por
primera vez en México, por una estancia de seis meses. Asistí a una
clase suya en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad
Nacional Autónoma de México y desde el primer día me asombró su
personalidad y su pensamiento. Fue la primera vez que entré en contacto
directo y prolongado con alguien que había luchado contra el fascismo
europeo. En Alemania y Austria, donde había vivido anteriormente, no
era posible. Casi todos habían sido asesinados por los
nacionalsocialistas, y los que se salvaron de este “destino” por haber
salido al exilio optaron, en general, por no volver a vivir en el país
de sus perseguidores. El antifascismo de los años treinta y cuarenta en
Europa era para mi generación –a pesar de los pocos años que habían
pasado desde entonces– un asunto “histórico”. Estábamos acostumbrados,
al ver a alguien mayor de sesenta años de edad en el tranvía, en el
autobús o en la calle, a preguntarnos en qué campo de exterminio o
campo de concentración habría realizado sus “servicios” a favor del
genocidio de los judíos y gitanos europeos, a favor de la Shoah,
a favor de la persecución y el asesinato de gran parte de la oposición
política en Alemania y Austria y los países ocupados hasta algunos
años atrás. En el mejor de los casos, pensábamos que a lo mejor esa
persona había sido “apolítica” en el nazismo, lo que por lo general era
una falacia, ya que la pasividad en esa época era, con cierta
necesidad, una complicidad más o menos implícita.
Al conocer a Sánchez
Vázquez, al oírlo a lo largo de todo un semestre, al hablar con él en
varias ocasiones fuera de las clases, me di cuenta –por primera vez en
mi vida– que el antifascismo europeo era algo plenamente real, material
y presente en un importante número de sus representantes hasta este
día. Entendí también algo que en Alemania era simplemente inentendible,
y lo es hasta el día de hoy: que los antifascistas que habían luchado
en contra del franquismo español, del fascismo italiano, del
nacionalsocialismo alemán y los otros fascismos de Europa, no eran todos
hombres y mujeres con la mirada distorsionada, con los ojos llenos de
intranquilidad y con un alto grado de marginación política hasta este
momento. Así lo había vivido al conocer superficialmente a algunos de
los combatientes antifascistas en Alemania, que habían sido hasta su
muerte, en los años ochenta y noventa, excluidos socialmente,
marginados políticamente y vetados intelectualmente. Los únicos
antifascistas conocidos en Alemania que habían regresado con la cabeza
en alto, y de los cuales tuve conocimiento, eran Max Horkheimer y el
Theodor W. Adorno de la Teoría crítica. Sin
embargo, los dos habían fallecido antes de que los pudiera conocer en
persona y, además, no habían sido parte de una organizada lucha armada
antifascista – ésta, dentro de Alemania, simplemente nunca existió. (No
existió en gran parte por la prohibición expresa del Comité Central
del Partido Comunista Alemán emitida hacia sus miembros de tomar las
armas en contra de los nazis, y decisiones parecidas dentro de la, para
la resistencia, poco preparada socialdemocracia.)
En relación con su
pensamiento, me asombró cada vez más, al acercarme a sus reflexiones a
lo largo del semestre y al comenzar con las primeras lecturas de
algunas de sus obras; su manera de entender la teoría de Marx y el
papel práctico-social de la filosofía en general. Cuando, en una
ocasión, le pregunté qué opinaba del marxismo en América Latina, me
contestó –él, el maestro, a mí, el estudiante, que esto era ante todo
una cuestión de la praxis política. Para mí era una verdadera
revelación que un profesor universitario de filosofía fuera capaz de
decir algo así a un estudiante universitario de izquierda. En Frankfurt
había experimentado una y otra vez lo contrario, y constantemente tuve
que escuchar en el contexto académico– filosófico que las cuestiones
político-sociales no sólo no tenían cabida dentro del debate
filosófico, sino que incluso el intento de darles cierto lugar era un
abierto boicot, un bloqueo agresivo, un ataque malintencionado en
contra de cualquier trabajo conceptual, incluyendo aquel que se refiera
a la obra de Karl Marx (quien de por sí estaba prácticamente ausente
en las aulas filosóficas de Frankfurt de los años ochenta y noventa).
Cuando, al comenzar mis
estudios universitarios en esta ciudad, en una clase de Introducción a
la Filosofía pregunté al entonces todavía estimado Jürgen Habermas
sobre las razones de la validez de la regla lógica del tercero
excluido, él –al no entender mi insistencia por querer que me lo
explicara hasta las últimas consecuencias conceptuales, él filósofo de
la actual Alemania (como pensé en aquel entonces)– brincó en cierto
momento de su silla y me acusó, con la cara enrojecida de enojo, que no
se había dado cuenta de inmediato de que mi interés era político; esto
era lo peor que podía decir a un alumno en una clase de filosofía.
Conocer a Adolfo Sánchez Vázquez en la UNAM
fue realmente entrar en un mundo completamente desconocido para mí,
por lo menos en términos de una experiencia propia. Había escuchado en
Frankfurt relatos de tiempos o lugares lejanos en donde algo así, al
parecer, había existido o existe incluso todavía, pero nunca supe con
seguridad si debería creerle a esos cuentos que sonaban demasiado
bellos para ser verdad. Sabía que se decía que, años antes, en las
mismas aulas que frecuentábamos, habían hablado Horkheimer y Adorno
frente a cientos de estudiantes de todas las facultades de la
universidad sobre los conceptos filosóficos más complejos, sobre el
nazismo, sobre la educación después de Auschwitz, e incluso sobre la
posibilidad de la emancipación humana, pero eran relatos que nos
parecían más mitos que recuerdos reales. Estábamos tan lejos de todo
ello, en las clases de Habermas y sus seguidores que empezaban en ese
entonces a tomar el control del Instituto de Filosofía de Frankfurt,
mismo que hoy en día tienen casi por completo.
Foto: Cristina Rodríguez/ archivo La Jornada |
Fue años más tarde que
empecé a ver las cosas de otra manera y logré convencer a Alfred
Schmidt de retomar sus clases sobre la obra de Marx, que había dejado
de dar después de experiencias no del todo agradables en los años
setenta. Lo que me había cambiado de manera decisiva fue, primero, mis
viajes a la ciudad de París en 1986, junto con un amigo, como
representantes de los estudiantes de izquierda de Frankfurt para
establecer contacto con los estudiantes universitarios franceses que
estaban realizando una prolongada huelga nacional, con los cuales me
radicalicé políticamente; segundo, mis viajes a Polonia, que incluían
varias visitas a los ex campos de concentración y de exterminio, como
Auschwitz, Treblinka, Sobibor y Majdanek, en los cuales empecé a
comprender la magnitud de los hasta hoy indescriptibles crímenes
cometidos desde mi tierra natal; y, finalmente, mi primer viaje a
México, en el cual conocí a Adolfo Sánchez Vázquez y entendí que no
todo estaba perdido.
Al asistir a sus clases,
al leer sus textos, empecé a entender que todavía existe algo como
posibilidad para retomar la reflexión crítica, aun dentro de
las aulas filosóficas y universitarias. Sólo esta experiencia y la
experiencia mexicana en general me dieron el impulso, la decisión y la
fuerza argumental de seguir con el camino comenzado en Frankfurt y que
vi cada vez más obstruido y fastidioso en esa universidad. En la ciudad
que vio crecer el maravilloso y único proyecto del Instituto de
Investigación Social, en el cual se sembraron las bases de la Teoría
crítica, ya no había condiciones, al final de los años ochenta del
siglo XX, para seguir adelante con esa actitud, esa seriedad y ese impulso antifascista y a la vez anticapitalista.
Por suerte “descubrí” y me
acerqué a Alfred Schmidt, quien injustificadamente estaba a la sombra
del mucho más citado Habermas. Él confió en mi palabra, en los primeros
avances que le presenté y en la idea que obtuvo al revisar algunos
libros de Adolfo Sánchez Vázquez que había traído desde México e
hicieron posible que empezara a adentrarme, cada vez más, en su
pensamiento –y posteriormente también en el de Bolívar Echeverría– sin
renunciar de golpe a mi historia, mis vínculos y mi inclusión en la
universidad alemana. A partir de ese momento desarrollé mi propio
pensamiento filosófico en el “triangulo intelectual” formado por los
tres filósofos entonces vivos más importantes para mi formación
conceptual: Adolfo Sánchez Vázquez, Alfred Schmidt y Bolívar
Echeverría, en el contexto de varios filósofos fallecidos
anteriormente, como Max Horkheimer, Theodor W. Adorno, Walter Benjamin, Herbert Marcuse, Franz Neumann, Georg Lukács, Karel Kosík, Karl Marx y G. W. F. Hegel. De los tres filósofos entonces vivos queda hoy uno solo, Alfred Schmidt.
desde el primer momento
en que conocí a Adolfo Sánchez Vázquez en la Facultad de Filosofía y
Letras me fascinó –y me sigue fascinando hasta hoy– su entrega absoluta
a la lucha antifascista, la que el autor de la Filosofía de la praxis,
al igual que muchos de sus contemporáneos –incluyendo los de la Teoría
crítica–, consideró sólo pensable y realizable como lucha
anticapitalista. Desde sus días de juventud en Málaga y Madrid, Sánchez
Vázquez sabía de la dialéctica política y filosófica, entre la
necesidad de aliarse con los sectores antifascistas-democráticos de la
burguesía (y su filosofía idealista-humanista) y la coexistente
necesidad de criticar radicalmente su política y teoría sumamente
ingenua hacia el carácter necesariamente destructivo (y
autodestructivo) de la forma de reproducción capitalista. Sus mayores
aportaciones filosóficas –como la brillante reconstrucción conceptual de
la dialéctica entre idealismo y materialismo, en la obra de Marx en
general y las Tesis sobre Feuerbach en particular, en su mencionada obra magna–, así como sus decisiones políticas –como su apoyo inmediato al EZLN y su creciente resistencia a ser instrumentalizado como emérito en la época de la huelga del CGH– se pueden entender a partir de esta dialéctica pensada y vivida.
El filósofo, poeta,
luchador antifascista, quien llevó comida en la Guerra civil española
al marginado y perseguido Antonio Machado, siempre buscó no alejarse de
la realidad social en sus aportaciones filosóficas y tampoco
encerrarse en un círculo de pensadores y actores que indudablemente
compartían todas sus posturas. Esto se reflejaba en la manera como
organizaba sus clases, en cómo reaccionaba a críticas y también en cómo
formaba las mesas de presentación de sus libros. Incluía en ellas a
personajes públicamente reconocidos, de los cuales sabía que podrían
estar en abierto desacuerdo con algunas de sus posturas sobre
cuestiones actuales y en desacuerdo general con su filosofía marxista y
su pensamiento político anticapitalista. Hace casi cuatro años, el 25
de octubre 2007, se presentó su libro Ética y política (FCE/UNAM, 2007) en la librería Octavio Paz del FCE. Uno de los presentadores propuestos por Sánchez Vázquez, el primer presidente del Instituto Federal Electoral (IFE),
comentó en esa ocasión lo siguiente: “Por cierto, es siguiendo la
lógica del propio maestro Sánchez Vázquez que no acabo de comprender su
condescendencia con el EZLN.” (Grabación audio,
Woldenberg, min. 9:30). José Woldenberg sigue: “Precisamente porque en
nuestro país las vías de la política pública y pacífica no se
encuentran ... cerradas ... [es] absolutamente injustificable ... la
opción de la vía armada.” (Min. 9:42.)
En este distanciamiento
Woldenberg capta, tal vez sin querer, más del pensamiento de Adolfo
Sánchez Vázquez que muchos de los que, desde su muerte, están
homenajeando públicamente su vida y obra: el exiliado español, miembro
del Partido Comunista Español, director –a sus veintidós años– del
diario Ahora de la Juventud Socialista Unificada con medio millón de miembros; combatiente antifranquista y redactor en jefe de la revista Acero del v Cuerpo de Ejército de Enrique Líster, crítico feroz del intento de Octavio Paz de enterrar para siempre
cualquier proyecto anticapitalista al desaparecer la Unión Soviética,
ha sido y sigue siendo –en su herencia y presencia filosófica y
política– ante todo un pensador y activista del proceso de
transformación radical y estructural hacia un mundo sin explotación y
sin represión. Toda afirmación que trata de excluir o minimizar este
carácter revolucionario de Adolfo Sánchez Vázquez y su pensamiento,
desde el inicio de la Guerra civil española hasta su muerte, se aleja
de la verdad histórica y constituye al mismo tiempo una falacia
filosófica.
adolfo sánchez vázquez
conoció la muerte muy de cerca. Su experiencia en la Guerra civil, su
encuentro “con el héroe en la vida” le hizo ver todo de otra manera.
Aquello que siempre percibí en su mirada, su tono de voz, su pensar y su
andar, sin lugar a dudas venía de ahí. Sánchez Vázquez no estaba
jugando. Sabía de qué estaba hablando cuando hablaba de la violencia
por la que la clase en el poder puede optar para mantenerse en él. En
uno de los primeros textos que publica en México, en la revista Romance,
a los pocos meses de haber llegado del infierno en el cual los
franquistas españoles, con la ayuda de los nacionalsocialistas alemanes
y los fascistas italianos habían convertido a su patria, escribe a la
edad de veinticuatro años: “Alto, como una montaña gigante, los ojos
limpios, las manos tiernas y transparentes, pero sus brazos vigorosos y
su paso callado y firme. Mi primer encuentro con el héroe en la vida
de pronto oscureció esta imagen. No era por fuera como yo soñaba, sino
seco, esmirriado, inundados los ojos de fuego y una fiebre contenida en
sus manos huesudas y siempre húmedas. Pero por dentro, más allá de su
piel y de su andar callado, estaba su verdadera imagen, toda ella viva,
noble y encendida.”
En este texto, titulado
“La decadencia del héroe”, en el cual debate en su segunda parte con
autores como Kafka y Sartre y su alejamiento de la idea del héroe,
Sánchez Vázquez sigue describiendo su “primer encuentro con el héroe en
la vida”: “Como un quiste clavado en su juventud inocente, tenía un
oscuro presentimiento de la muerte. Abandonado y solo, luchaba contra
la soledad. Porque la soledad, según él, entrañaba cobardía. Y de su
soledad interior saltaba valientemente en busca de la alegría y la
felicidad de todos.”
Foto: José Antonio López/ archivo La Jornada |
Esta felicidad de todos,
viejo sueño de muchos artistas, revolucionarios y filósofos, heredado
en una tradición humana de un número infinito de generaciones,
traicionado cobardemente con la cómoda idea del fin de la historia,
estaba y está presente en la vida y la obra entera de Adolfo Sánchez
Vázquez. Su muerte el pasado día 8 de julio no podrá detener este
proyecto que para él sólo era realizable dentro de una lucha por el
comunismo y con el apoyo filosófico de una teoría basada en las
reflexiones críticas de Karl Marx. Con la imagen de los asesinados por
los franquistas y los antifascistas caídos en su lucha contra el peor
movimiento político que ha visto la humanidad a lo largo de su historia
hasta hoy, que intenta hoy en día resurgir de nueva cuenta en los nuevos racismos, el nuevo antisemitismo y el nuevo
machismo, el joven exiliado sigue su reflexión sobre su“primer
encuentro con el héroe en la vida”: “Su preocupación por la muerte nunca
le hizo temerla. Su fe estaba en el presente, en esta lucha apasionada
por la verdad y el claro destino del hombre. De esta lucha nada podría
esperar él, indefenso como un tronco derribado. Y sin embargo luchaba.
Era esto lo que transfiguraba, ante mis ojos, su apariencia gris y
desmedrada para convertirle en un ser excepcional. Con la muerte cerca,
viva, anudada en sus pulmones, se levantaba cada día. Pudo suicidarse.
Hubiera sido el camino más fácil. Y no lo quiso. Consciente,
deliberadamente esperó la muerte. Y cuando llegó la saludó fría,
serena, estoicamente.”
Pero este estoicismo no es el del nihilista que nada espera de la historia humana y de nuestra capacidad de construir a pesar de todo una sociedad libre de represión y explotación. Tampoco es la seguridad
ingenua del teólogo que proyecta nuestro deseo y nuestra capacidad de
parar, interrumpir la catástrofe capitalista, al convertirlos en el
hueco esperar por una supuesta felicidad en el más allá. Como
sucede en toda su obra y vida posterior, el joven Adolfo Sánchez Vázquez
se mantiene firme en el campo de tensión filosófica entre dos
posiciones equivocadamente sencillas, cuando reflexiona, en 1940, sobre
la muerte del héroe antifascista: “Su muerte, cuando llega, es
una muerte esperanzada y desesperanzada a la vez. Nada espera de ella.
Nada, porque su muerte, para él, no es paso transitorio hacia una
felicidad futura, sin raíz alguna en la tierra, sino aportación última a
una felicidad terrenal, a la que renuncia con su muerte, en bien de
todos.”
Adolfo Sánchez Vázquez, no sufrió una muerte de héroe, de la cual estaba cerca en su tierra natal; entregó su vida entera
–en la Guerra civil española, en setenta años de presencia en México,
en su obra filosófica y con su ejemplo como maestro y pensador firme,
nunca cerrado– en bien de todos.
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