Peña Nieto y la violencia
Pedro Miguel
El lenguaje no es lo suyo, ni aunque
lea el discurso. El pasado fin de semana el aspirante presidencial
priísta ofreció, en Chihuahua, "acabar y combatir de manera
sensible, significativa, la violencia", y dijo que la causa de
que miles de jóvenes se incorporen a la delincuencia organizada es
"la falta de oportunidades en educación y empleo". Otra:
"los mexicanos desean cambios, rumbos diferentes y paz, pero
sobre todo, que haya orden".
Esas frases, de suyo vagas e
imprecisas, resultan hasta irritantes en el contexto de un país
desangrado y desarticulado por las delincuencias y los atropellos de
las fuerzas públicas. Además, a la luz de los antecedentes de
gobierno de Peña Nieto y de su partido, son pura palabrería
electorera y hueca.
Por ejemplo: la última presidencia
priísta, la que encabezó Ernesto Zedillo entre 1994 y 2000, fue una
secuencia macabra de masacres de campesinos, desde Aguas Blancas
hasta Acteal. Por la segunda, Zedillo enfrenta una demanda ante una
corte de Connecticut, e independientemente de que Salinas de Gortari
esté o no tras la acusación, como se ha señalado, la causa es
ilustrativa de la clase de "paz con orden" que podría
esperarse de una nueva presidencia priísta. Más allá de eso, es en
los sexenios de Zedillo y del propio Salinas cuando se implanta el
modelo que orilla a millones de ciudadanos a la disyuntiva de la
emigración, la mendicidad o la delincuencia, y es en ellos cuando se
gesta la descomposición institucional que culminaría en los
gobiernos de Fox y de Calderón con el auge de las cabezas cortadas.
Y últimadamente, Salinas, el padrino indisputado de Peña Nieto,
estaba vinculado con el narco, como lo afirmó su antecesor, Miguel
de la Madrid, aunque después lo obligaran a desdecirse.
Al margen del partido, los saldos del
gobierno de Peña Nieto en el estado de México son un referente
claro de lo que podría esperarse de una presidencia a su cargo.
Recordemos, de entrada, su estreno como represor y encubridor de
policías violadores y torturadores (Texcoco-Atenco, 2006).
Mencionemos el auge de los feminicidios en la entidad –922 en cinco
años, la cifra más alta del país– y de la violencia de género
en general: cuatro mil 773 denuncias por violación en año y medio y
un tercio de las mujeres casadas con historias de agresiones graves
por sus parejas; cuando el año pasado se pidió al gobierno
mexiquense que adoptara una alerta de género por los asesinatos de
mujeres, la respuesta, por medio del Consejo Estatal de la Mujer y
Bienestar Social, fue que no, que de ninguna manera, y que la
petición era una estrategia para afectar la imagen de Peña Nieto en
vísperas del proceso electoral de 2012.
Tengamos en mente, asimismo, el auge de
los secuestros y de las extorsiones en el estado de México gobernado
por Peña Nieto; la proliferación de los homicidios relacionados con
delincuencia organizada, cuya cifra anual se incrementó, en el
periodo 2007-2010, en 561 por ciento; la flagrante corrupción de los
cuerpos policiales estatales; la penetración de La Familia
Michoacana en la entidad; agréguese, para completar el cuadro, el
montaje fársico con el que se dio carpetazo –con la aprobación de
Peña Nieto– a la trágica muerte de la niña Paulette Gebara
Farah.
La violencia que padece México es
resultado de la descomposición económica, institucional y social
ocurrida en el último cuarto de siglo bajo gobiernos federales y
estatales priístas y panistas, del desmantelamiento de derechos y
servicios básicos, de la privatización de bienes públicos, de la
abdicación del Estado a obligaciones fundamentales, y de los pactos
entre las cúpulas gobernantes y estamentos delictivos con y sin
corbata. El aspirante presidencial del PRI es coprotagonista y
beneficiario de esos procesos y, por ello, no cabe esperar de él
nada sustancialmente distinto, en materia de seguridad pública, al
catastrófico manejo calderonista.
De llegar al gobierno federal, Peña
Nieto y su partido agravarían la situación actual. A fin de
cuentas, ellos son parte de la inseguridad y la violencia.
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