Manuel Pérez Rocha
La necesaria reforma de
la educación debe suprimir las muchas simulaciones que dominan a las
instituciones educativas convencionales; en no pocos casos, lo que en
estas instituciones se llama excelencia no es sino el cumplimiento
fiel de dichas simulaciones. Empecemos con algo que está en el
centro mismo de la vida escolar cotidiana: las calificaciones.
El empeño de las
instituciones educativas debe ser que los estudiantes aprendan, no
que saquen buenas calificaciones. Una de las falacias de las
instituciones educativas es la identificación de buenas
calificaciones con buena formación académica o educación sólida.
Es necesario reiterar que las calificaciones engañan desde su nombre
mismo, pues un 8 o un 10 son una cuantificación, no una
calificación. Además, también hay que reiterarlo, la materia
principal que se trabaja y examina en la escuela, y que es objeto de
las calificaciones, es el conocimiento (en su sentido más amplio), y
el conocimiento no es cuantificable a menos que se reduzca a mera
información. La conversión del conocimiento en puntos(insustancial
unidad de medida de las calificaciones) implica muchas
arbitrariedades y en general hace abstracción de lo más importante:
habilidades complejas, actitudes, riqueza de criterios. Ante la
obligación de convertir las evaluaciones en un número, los
profesores se ven orillados a contar el número de cuartillas
entregadas por el estudiante o el número de respuestas correctas a
un cuestionario, sin atender al significado del acierto o el error de
cada una de ellas.
Las mal llamadas
calificaciones (ya sea un número o una letra) sirven para clasificar
a los estudiantes, para facilitar y justificar el otorgamiento de
premios y castigos, pero carecen de utilidad pedagógica o educativa.
Entregar a los estudiantes un número como resultado de un examen los
deja desarmados, sin saber a ciencia cierta qué es lo que deben
mejorar y cómo hacerlo.
Los estudiantes de las
instituciones convencionales saben muy bien de qué se trata el
juego, y lo siguen. Hace unos días, escuché decir a un joven: Voy a
inscribirme en esa materia, no me interesa para nada, pero es fácil
y así puedo subir mi promedio. Los promedios escolares son engaño
al cuadrado, pues todos sabemos que promediar sirve precisamente para
olvidarnos de las diferencias y de otras muchas realidades incómodas.
Las normas escolares hacen caso omiso de una obviedad: un estudiante
que cursa cinco materias puede obtener 8 de promedio con cinco ochos;
o con dos seises, un ocho y dos dieces, o con otras muchas
combinaciones. Si un estudiante de ingeniería tiene ocho de
promedio, pero con un seis en matemáticas y un seis en física (y si
esos números representan algo), ese estudiante va muy mal pues esas
son dos materias básicas, fundamentales, indispensables. Sumemos a
esto el absurdo de sumar o restar puntos por mal o buen
comportamiento, por asistencia a clases, por entregar tres cuartillas
más, o por las simpatías del profesor hacia el estudiante.
Véase la denuncia que
publicaron en La Jornada hace tres días varios profesores de la
Preparatoria 5 José Vasconcelos de la UNAM: Algunos profesores de
esta honorable institución ofrecen como estímulo académico hacia
sus estudiantes asistir a ciertas obras de teatro y, con la
presentación del boleto, merecen un punto adicional a su
calificación. Todo estaría bien, si las obras que se sugieren,
tuvieran un mínimo de calidad y dejaran en los alumnos algún
mensaje y las ganas de volver al teatro. Pues no, ni así todo
estaría bien, pues es evidente la arbitrariedad de la medida y la
implícita desvalorización intrínseca del teatro.
El asunto adquiere un
carácter más grave cuando a esas calificaciones de los estudiantes
se les asocian premios y castigos, o se condicionan a ellas las
posibilidades de sobrevivencia para los estudiantes (las becas). En
estas circunstancias, la simulación tiende a convertirse en franca
corrupción e instrumento de control, de discriminación y de la
prevalencia de intereses ilegítimos. Las becas para estudiantes
deben verse como la justa y necesaria satisfacción de una necesidad,
no como premio o estímulo. Para una inmensa mayoría de estudiantes
universitarios las becas son una necesidad, los gobiernos deben
proveer los recursos para atenderla. Ante este apoyo, los estudiantes
tienen que responder trabajando con empeño y compromiso, pero es una
perversidad convertir las becas en instrumento de premio o castigo, o
de control escolar o político.
En el proyecto de la UACM
las evaluaciones tienen ante todo un valor formativo, tanto las que
deben aplicar los profesores a lo largo de los cursos, como las que
se deben realizar en el espacio de la Coordinación de Certificación
para, bajo la responsabilidad de un cuerpo colegiado, otorgar a los
estudiantes los certificados de los conocimientos demostrados; estas
evaluaciones deben traducirse, en primer lugar, en una acta
cualitativa que informe al estudiante cuáles son sus logros y cuáles
sus deficiencias. Además, inevitablemente, porque así lo requieren
el sistema educativo nacional y otras instancias, pero contrariando
el ideal educativo de la UACM, esta evaluación cualitativa se
traduce en una cuantificación (un número).
Imponer a los estudiantes
la condición de obtener buenas calificaciones para recibir una beca
quizá permitirá obtener buenos números, no necesariamente buenos
aprendizajes. Todo lo contrario, al introducir en un lugar
preponderante una motivación extrínseca, las motivaciones
intrínsecas se debilitan. Es sabido que el conocimiento
significativo y el placer por el saber se corresponden con las
motivaciones intrínsecas. Este debilitamiento de la motivación
intrínseca es causa determinante en el gravísimo fenómeno de
abandono de los estudios. Uno de los propósitos centrales del
proyecto de la UACM es lograr que los estudiantes se motiven por
aprender, desarrollen una motivación intrínseca y aprendan a desear
el conocimiento por sus valores de uso, no por su valor de cambio.
Debe pugnarse por
eliminar de nuestro sistema educativo esta perniciosa simulación de
las mal llamadas calificaciones.
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