Víctor M. Quintana S.
Las velas no se van a apagar en el lugar donde cayó mortalmente herida Marisela Escobedo Ortiz, en la acera frontal del palacio de gobierno de Chihuahua. Porque esas candelas, aportadas por la gente y que están rodeando el edificio, quieren dar a entender que el asesinato de Marisela a la vez que expresión extrema de una realidad de violencia e injusticia, puede ser también anuncio de esperanzadoras posibilidades.
El asesinato de Marisela Escobedo es un feminicidio. Como a su hija Rubí se le asesinó, con enormes odio y saña por ser mujer, como se ha asesinado a más de 600 mujeres desde 1993 en Ciudad Juárez. Marisela fue ultimada también por exigir el fin de la impunidad y demandar justicia, por ser defensora de los derechos humanos, en la forma básica de éstos, que es el derecho a la vida. Este feminicidio tiene también una dimensión de clase: como la tiene el de Josefina Reyes, también defensora de los derechos humanos acribillada en el Valle de Juárez a principios de este año. Ambas eran madres clamando por justicia, ambas eran de la clase trabajadora, ambas mujeres, la suma de las vulnerabilidades.
El feminicidio de Marisela Escobedo es un nudo que condensa las diversas violencias que estremecen a Chihuahua. Las que el sistema político vigente permite o ejerce para que los excluidos –como señala Enrique Dussel– no vivan plenamente. Son la violencia hacia la mujer ejercida desde el interior mismo del propio hogar, la violencia de los criminales profesionales y la violencia de la práctica cotidiana de las instituciones encargadas de la procuración y la administración de la justicia. Violencias que desembocan en impunidades:
Violencia e impunidad del asesino y sus cómplices, pero también de todos los agentes de todos los órdenes y poderes de gobierno que intervinieron en cada parte del procedimiento judicial que Marisela fue arrancando con su lucha. Como bien lo documenta el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres, coadyuvante de Marisela, hubo graves fallas, errores, negligencia culpable, insensibilidad, en todo el proceso. Desde los policías municipales y el juez de barandilla que desdeñaron la primera denuncia de Marisela por la desaparición de su hija, pasando por los agentes del Ministerio Público que no integraron bien el expediente, por los tres jueces que dejaron en libertad a Sergio Rafael Barraza, por los policías que no fueron capaces de aprehenderlo hasta que Marisela los condujo al escondite de éste, por la Fevimtra que se negó a intervenir. Continuando por la negativa del gobernador, del secretario de Gobernación y del propio Felipe Calderón a escuchar a Marisela y terminando por la negligencia de quienes tuvieron a su cargo brindar una vigilancia discreta a quien se manifestaba. El feminicidio devela, pues, que todo el sistema de justicia penal en México, sea el antiguo y vigente en la mayor parte del país, sea el nuevo, el de los juicios orales, adolece de un terrible sesgo sexista, de un vicio de origen que es la actitud despectiva hacia la mujer por parte de toda la cadena de administración y procuración de justicia. Todo lo anterior permite la reproducción ampliada del feminicidio. Porque las mujeres no sólo son víctimas al exterior del sistema de justicia, son victimadas de nuevo cuando ingresan a él, así ingresen como parte acusadora.
El asesinato de Marisela, el incendio del negocio de su pareja y al asesinato del hermano de éste no son perpetrados por un criminal solitario, revelan una tercera violencia, la del crimen organizado, que se atreve a desafiar al gobierno en la propia casa de éste y de sembrar el terror no sólo entre la familia de Marisela sino entre las defensoras y defensores de los derechos humanos. En este contexto, es urgente que el gobierno ponga en marcha medidas cautelares para salvaguardar la vida y el patrimonio de la familia de Marisela, de las organizaciones que más la acompañaron en su lucha, como Justicia para Nuestras Hijas, la Mesa de Mujeres y el Centro de Derechos Humanos de las Mujeres. Si el feminicidio de Marisela puede considerarse un crimen de Estado por omisión, el hecho de que una mujer más sea asesinada en este contexto será de complicidad de Estado.
A pesar de todo, el feminicidio de Marisela establece un antes y un después. Porque de los más de 6 mil asesinatos perpetrados en Ciudad Juárez desde 2008, es el que más impacto ha causado en la opinión pública nacional e internacional. Porque es percibido como, ahora sí, la gota que derrama el vaso de la paciencia ciudadana. Porque en la protesta posterior, en la exigencia de justicia, convergen como nunca habían convergido numerosas organizaciones de todos los signos ideológicos y políticos, ciudadanas y ciudadanos comunes y corrientes. Porque, volviendo a citar a Dussel, ese ethos de la valentía, del arrojo, de la creatividad que caracterizaron los dos últimos años de la vida de Marisela, parece ahora contagiarse a muchos sectores, a muchos actores de la sociedad juarense y chihuahuense. Porque parece que ahora sí, puede despuntar en el pueblo una voluntad de rebelarse por la vida plena que le es sistemática y sistémicamente denegada.
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